La Economía Circular desde una perspectiva jurídica.
El derecho ambiental ha cobrado una especial relevancia en las últimas décadas,
hasta el punto de que actualmente es imprescindible, por ejemplo, contar con
análisis de impacto ambientales a la hora de elaborar un plan urbanístico; o de
desarrollar sistemas de calidad y gestión medioambiental en cualquier empresa,
e, incluso, los propios códigos penales de la mayoría de los Estados contemplan
ya delitos contra el medioambiente e imponen penas de diferente índole para sus
autores.
El desarrollo del derecho
ambiental es una manifestación clara de que el legislador es
cada vez más consciente de la necesidad de hacer frente a todos los retos
medioambientales que nos afectan en nuestros días. A nivel internacional,
europeo e internacional, son innumerables los tratados, directivas,
reglamentos, leyes y toda clase de figuras normativas, según el caso, que se
han promulgado para tratar de determinar conceptos, principios, alcance y
obligaciones que nacen del derecho ambiental. Así, en la actualidad, cuando la
economía circular se sitúa en el centro de la nueva política ambiental, existe
la necesidad de regular, desde un punto de vista jurídico, los aspectos
principales que engloban este nuevo paradigma.
No obstante, quizás hablar de “nuevo
paradigma”, es erróneo, pues el derecho ambiental precisamente
nació con la finalidad de regular todas aquellas cuestiones que, ahora, con la economía circular, se defienden. Es por ello
que, en este sentido, la primera característica que, desde un punto de vista jurídico,
tiene la economía circular, es una indeterminación y su ambigüedad. Es decir,
el término “economía circular”, ha sido acuñado hace relativamente
poco tiempo, es nuevo en nuestro vocabulario y en la esfera política y social,
pero, jurídicamente, la mayoría, sino todos, de los elementos que caracterizan
a este fenómeno, han sido desarrollados y regulados desde el mismo origen del
derecho ambiental.
De esta manera, por citar un ejemplo, en el ámbito de los
residuos (la piedra angular de la economía circular), ya existe, desde hace
bastante tiempo, normativa que ponía el foco en la mejor gestión, exactamente
en los mismos términos y motivada por las mismas causas que actualmente
inspiran la economía circular. Así, a nivel internacional, existen tratados
como el Convenio de Basilea sobre el
Control de los Movimientos Transfronterizos de los Desechos Peligrosos y su
Eliminación, de 1989, que obliga a todos los países miembros a
asegurarse de que los desechos peligrosos y otros desechos se gestionen y eliminen
de manera racional, minimizando las cantidades que atraviesan las fronteras,
que se traten y eliminen los desechos lo más cerca posible del lugar donde se
generen, y que impidan o minimicen la generación de desechos en origen. A nivel
europeo, por otro lado, existen directivas como la antigua Directiva 85/337/CEE, del Consejo, de 27 de junio de 1985,
relativa a la evaluación de las repercusiones de determinados proyectos
públicos y privados sobre el medio ambiente (ya derogada), que, entre otras
cosas, pretendía analizar el impacto de las repercusiones que “la realización de trabajos de construcción o de otras
instalaciones u obras, otras intervenciones en el medio natural o el paisaje,
incluidas las destinadas a la explotación de los recursos del suelo”.
Por último, a nivel nacional, existió la Ley 19/1975,
de noviembre, de desechos y residuos sólidos urbanos, que ya en
su exposición de motivos afirmaba que “la creciente
escasez de recursos naturales, como consecuencia del impacto debido al auge
demográfico, incremento del nivel de vida, industrialización y pautas de
consumo, singularmente acusada en países con cierto grado de desarrollo, ha
convertido la necesidad de la utilización integral de los recursos en centro de
atención económica e incluso política. En este sentido, la acelerada innovación
tecnológica producida en las últimas décadas ha permitido considerar la
posibilidad de explotar una fuente de riqueza hasta ahora desaprovechada. La
recuperación de la energía latente o transformación de los productos útiles
contenidos en los residuos va a determinar que estos dejen de considerarse en
un solo aspecto negativo, de desecho, para pasar e constituir una de las
fuentes de riqueza del futuro”.
Como vemos, pues, pese a
que parece que la idea de la economía circular es novedosa e innovadora,
desde una perspectiva jurídica, la cuestión, aunque con otra terminología, o,
incluso, sin ninguna terminología en concreto, ha está presente desde mucho
antes de que se empezase a hablar de ella. A principios de los 2000 ya existía
normativa que aludía al ciclo de vida del producto, y poco después comenzó a
surgir normativa que tenía como fin la potenciación de los mercados de materias
primas secundarias. La economía circular, podemos concluir en este punto, es un
concepto novedoso en cuanto a su definición, pero se trata de un elemento
ampliamente desarrollado jurídicamente.
Desde un punto de vista conceptual, la
economía circular fue definida por la Comunicación de la Comisión de 2 de
diciembre de 2015, titulada “Cerrar el
círculo: un plan de acción de la UE para la economía circular”.
No obstante, desde un punto de vista jurídico, la definición y determinación de
la economía circular es más difusa. No existe una homogeneidad ni uniformidad
con respecto al significado jurídico de “economía circular”, existen una
amalgama de instrumentos consustanciales a la economía circular que han sido
dotados de regulación y definición jurídica, pero la economía circular, como
fenómeno independiente, no cuenta con una conceptualización uniforme. Es cierto
que existe normativa que sí ha dedicado parte de su articulado a tratar de
contextualizar y definir la economía circular, como la reciente Ley 7/2019, de
29 de noviembre, de Economía Circular de Castilla-La Mancha, pero es un caso
excepcional y, pese a que supone un avance significativo, se trata más bien de
una mera declaración de intenciones, pero adolece de una absoluta falta de
instrumentos jurídicos para lograr sus ambiciosos objetivos.
El segundo problema con respecto a la determinación jurídica de la economía circular está relacionado,
precisamente, con este carácter declarativo que la caracteriza. En numerosas
ocasiones, da la impresión que la economía
circular es un fenómeno “atrapalotodo”,
bajo el paraguas de la economía circular se incluyen tantas realidades que,
incluso, para quienes hemos dedicado tiempo a investigar y comunicar acerca de
este modelo, a veces resulta complejo establecer unos claros límites entre
aquello que se puede encuadrar dentro de la economía circular y lo que tiene
que quedar fuera. Pareciera como si “economía circular” fuese la respuesta
comodín ante cualquier problema medioambiental que se plantee y, si bien es
cierto que gracias a la economía circular podemos dar respuesta muchos de estos
retos, utilizar el concepto tan a la ligera, como ya publiqué en uno de mis
artículos, hace que se confunda con una moda, con un nuevo movimiento pasajero,
en lugar de entenderla como una solución efectiva para enfrentar los cambios
que se están produciendo. En el plano jurídico, esta indeterminación se traduce
en la incapacidad del legislador de dotar a la economía circular de los
instrumentos jurídicos necesarios para lograr su implantación.
Es inútil que una norma, ya sea la citada Ley de Castilla-La
Mancha o cualquier otra, defina en qué consiste la economía circular, si luego
no es capaz de ofrecer los mecanismos jurídicos necesarios para ponerla en
práctica. Las declaraciones de intenciones son muy importantes, porque
manifiestan que existe un problema, que se ha identificado y que se quiere
combatir, pero para luchar contra él eficazmente, no bastan la intencionalidad,
sino la puesta en práctica de medidas reales, concretas y, sobre todo,
factibles. Cuando el legislador promueve toda la normativa en base a
sus intenciones, pero no aporta prácticamente ninguna herramienta concreta y
jurídicamente argumentada para llevarlas a cabo, deja patente que no es capaz
de establecer unos criterios claros que apoyen sus pretensiones y eso hace que
estas normas sean únicamente una simple fachada, pensadas más en tratar de
demostrar a los ciudadanos lo comprometido que está con la causa que en
combatir la propia causa en sí.
Para entender esto mejor, solo hay que hacer un simple ejercicio
de lectura, podemos buscar esta misma Ley de Castilla-La Mancha, o muchas de
las Directivas Europeas generalistas (existen otras más concretas que sí
resuelven mejor estas cuestiones), y analizar su contenido. En prácticamente
todas ellas, aparecen reiteradamente medidas declarativas del tipo: “Se reducirán, de aquí al año X, un 40% las emisiones de gases de
efecto invernadero”, “se aumentará
en un 80% la inversión en energías renovables”, o “se optimizará el modo de organización industrial mediante una
gestión eficaz de los stocks y de los flujos de materiales, energía y servicios”.
Detallan mucha claridad QUÉ quieren hacer, pero en muy pocas ocasiones entran a
detallar CÓMO se van a poner en práctica esas medidas. Existe una
intencionalidad, pero se echa en falta la proactividad. La legislación en materia de economía circular es, en
general, legislación vacía de contenido.
Como ya se ha explicado, la economía
circular es, jurídicamente, un concepto ambiguo y poco concreto,
no obstante, dentro de todas las ideas y áreas que cubre la economía circular,
sí que existen algunas en las que existe normativa abundante y que detalla muy
claramente los instrumentos jurídicos necesarios para ponerlas en práctica y,
el caso más evidente, es el de los residuos. En el ámbito de la gestión y el
tratamiento de residuos, la normativa es, a todos los niveles, extensa y muy
clara. Así, por ejemplo, de todas las acciones puestas en marcha en el marco
del Paquete de Medidas de Economía Circular de la Unión Europea, la inmensa
mayoría, se traducen en la promulgación de Directivas en materia de Residuos,
como la Directiva (UE) 2018/851
del Parlamento Europeo y del Consejo, de 30 de mayo de 2018, por la que se modifica
la Directiva 2008/98/CE sobre los residuos, la Directiva
(UE) 2018/852 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 30
de mayo de 2018, por la que se modifica la Directiva 94/62/CE relativa a los
envases y residuos de envases, o la Directiva
(UE) 2018/849 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 30
de mayo de 2018, por la que se modifican la Directiva 2000/53/CE relativa a los
vehículos al final de su vida útil , la Directiva 2006/66/CE relativa a
las pilas y acumuladores y a los residuos de pilas y acumuladores y la
Directiva 2012/19/UE sobre residuos de aparatos eléctricos y
electrónicos; que, además, tal y como se observa, son, en general,
modificaciones de directivas preexistentes que ya regulaban estas cuestiones.
Se podría afirmar, por tanto, que, en la actualidad, la
instrumentalización jurídica de la economía circular más bien podría
considerarse como el desarrollo normativo de la política de residuos. Desde un
punto de vista jurídico, economía circular se reduce, casi en exclusiva, a
gestión de residuos, aun cuando, conceptualmente, al menos según el concepto
que se ha adoptado públicamente, esta es solo una parte de todo el entramado de
ideas y áreas que conforman la economía circular. Por ello, siendo así, igual
hablar de desarrollo normativo de la economía circular es inútil, cuando lo que
se ha desarrollado es una parte de esta que, además, se lleva legislando desde
mucho antes de la propia existencia de este fenómeno como tal.
Solamente podremos
hablar de una verdadera legislación en materia de economía circular, una vez se
establezcan regímenes jurídicos específicos para los distintos flujos de
productos y los residuos que de ellos se deriven, y solo de esa manera se
podrán fijar los instrumentos jurídicos concretos en relación al diseño,
composición y comercialización de productos, para posteriormente ampliar la ya
existente normativa sobre residuos, incluyendo todos los residuos que surjan de
estos nuevos flujos. La cuestión
principal ahora sería intentar entender porque, hasta ahora, no se han
producido estos cambios, ¿se debe a que los legisladores no han contado con los
agentes jurídicos y técnicos especializados en medio ambiente a la hora de
promover la legislación?, ¿o quizás se debe al desinterés de estos legisladores
por tomar acciones específicas?, ¿o puede ser que lo que ocurra es que todavía
no se han encontrado los instrumentos idóneos ni siquiera por parte de los
expertos en la materia? Los motivos, realmente, los desconozco y solo me cabe
plantearme estas y otras preguntas y dudas.
Sea como fuere, lo cierto es que, desde una perspectiva
jurídica, la instrumentalización de la
economía circular es todavía muy embrionaria, hasta el punto de
que únicamente podemos hablar de un desarrollo de la gestión de residuos, y no
de la economía circular como tal y, quizás sea este el motivo por el cual los
tratados internacionales y la legislación europea y nacional a este respecto
(insisto, salvo en el caso de los residuos) , simplemente sean medidas de cara
a la galería, pero cuya aplicación y efectividad es prácticamente nula.
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