Los límites de la sostenibilidad.
- Introducción:
En primer lugar, antes de comenzar a desarrollar los principales
puntos que se van a tratar en este artículo, quiero dejar claro que, en ningún
caso, mi intención es la de menospreciar o ignorar los aspectos positivos que
las nuevas fuentes de energías renovables, así como de otros, productos,
servicios o políticas aparentemente sostenibles (como los vehículos eléctricos,
por ejemplo), han generado, pues sí considero que, en buena medida, suponen una
auténtica revolución y es posible que hayan sentado las bases para hacer frente
al problema. No obstante, considero
que, si de verdad queremos encontrar respuestas eficaces a los actuales retos
económicos, sociales y medioambientales a los que debemos hacer frente, es
necesario que nos cuestionemos absolutamente todo y que tratemos de analizar
con el máximo rigor todos los datos de que disponemos, para que, a la
hora de adoptar una u otra política, de utilizar unas u otras fuentes de
energía, o de comprar unos u otros productos, podamos considerar todas las
variables y escenarios posibles, de manera que esto no ayude a minimizar el
impacto negativo que de nuestras acciones se puedan derivar.
Por ejemplo, sobre las bondades de las llamadas “energías
limpias” hemos oído hablar todos, hasta el punto de que se nos presentan como
la solución única y definitiva a todos esos problemas que plantean las fuentes
de energía contaminantes. Multinacionales, gobiernos, organizaciones y toda
clase de instituciones a todos los niveles nos repiten una y otra vez lo maravilloso
que puede llegar a ser el mundo si dejamos de lado nuestras energías más
contaminantes y damos paso a las nuevas fuentes de energía renovables. Aquí es
donde, para mí, ya empiezan a saltar ciertas alarmas. El hecho de que ninguna
de estas instituciones nos informe sobre los posibles efectos adversos o
secundarios, o de que, incluso, a muchas de las voces que disienten, en todo o
en parte, traten de silenciarlas ocasionalmente, es, a mi juicio, una señal
evidente de que algún cuestionamiento a dichos postulados tiene que existir.
Esto no lo digo porque no coincida con el problema
diagnosticado, del que estoy profundamente convencido, ni tampoco considero que
aquellos que cuestionan estas políticas tengan absoluta y automáticamente la
razón por el hecho de ponerlas en entredicho. Simplemente considero, en primer
lugar, que las fórmulas milagrosas no existen, y que siempre que hay una cara,
existe también una cruz, por lo que irremediablemente, si existen ventajas,
también tienen que existir inconvenientes; y, en segundo lugar, pensar que
buena parte de esas multinacionales y organizaciones que más nos anuncian todas
estas bondades, no se mueven por intereses económicos o políticos propios, que
podrían llegar a ponerse en peligro si resultase que parte de la realidad entra
en conflicto directo con aquello que defienden públicamente, me parece que es
pecar de ingenuidad, más aún cuando ya está demostrado, como se verá más
adelante, que muchas empresas aprovechan el empuje de la sostenibilidad para
vendernos productos aparentemente sostenibles y respetuosos con el medio
ambiente que, finalmente, resultan no ser muy diferentes a los productos
convencionales.
Y no, ni creo en teorías de la conspiración, ni tampoco pretendo
acusar a nadie de ocultar deliberada y malintencionadamente información,
únicamente creo que es necesario contrastar todos los datos y buscar todas las
respuestas a las preguntas que siguen sin ser respondidas. Por eso, en los
párrafos siguientes, mi intención es, exclusivamente, mostrar la otra cara de
la moneda, y esto lo haré intentando aportar todos los datos y argumentos
posibles para ofrecer una imagen completa, una imagen que no tiene porqué
implicar necesariamente una crítica a estas nuevas metodologías y políticas.
Cuestionar no significa rechazar, sino buscar cuantas más respuestas sean
posibles para encontrar las soluciones más eficaces, así como el hecho de
reconocer que se han producido avances, no debería implicar tampoco negar que
estos no son capaces de darnos soluciones para todo.
Dicho lo cual, voy a comenzar a exponer los que considero que
son los riesgos que plantean los nuevos modelos sostenibles, o, mejor dicho,
las cuestiones en las que creo que, todavía, no se ha conseguido
eliminar por completo el impacto negativo sobre, especialmente, los dos
puntos en los que voy a dividir mi exposición: el puramente ambiental y
paisajístico y, por último, el relacionado con las implicaciones sociales y
económicas, que, especialmente, afectan a los países en vías de desarrollo.
- Impacto
negativo de algunas políticas sostenibles en el paisaje y en el medio
ambiente:
En un principio, pensaba separar el aspecto medioambiental del
paisajístico, pues, aunque están íntimamente relacionados, no son iguales y,
además, mientras que el aspecto ambiental afecta a todas las cuestiones
relacionadas con las políticas sostenibles, el paisajístico se reduce,
fundamentalmente, al ámbito de las energías renovables. Finalmente, consideré
que era mejor incluir los dos aspectos en un solo punto y, llegado el caso,
diferenciar o matizar cada uno dentro de este y, en definitiva, eso es lo que
he acabado haciendo.
En primer lugar, voy a comentar mis impresiones sobre este impacto que se genera sobre el paisaje, y
porqué considero que, aunque quizás a menudo se relega a un segundo plano con
respecto al medio ambiente en general, es igualmente importante. Al considerado
padre de la etología (el estudio científico del comportamiento humano y
animal), el austríaco Konrad Lorenz (1903-1989), se le atribuye la frase: “la primera condición del paisaje es su capacidad de decir
casi todo sin una sola palabra”. Ya he utilizado esta
frase en alguna ocasión en otro de mis artículos, y es que, desde que la
leí por primera vez, me parece una de las
definiciones más poéticas, simples y verdaderas que jamás se
han descrito y con la que cualquier amante de la naturaleza y defensor del
medio ambiente no puede estar más de acuerdo.
Un paisaje no tiene porqué ser necesariamente natural. Aunque,
sin duda, es a la naturaleza a la que todos solemos relacionar instintiva y
automáticamente la idea de paisaje, existen otros tipos de paisaje, como el
urbano, el cultural o el industrial y, enlazando con las ideas de Lorenz,
aunque la belleza sea algo bastante subjetivo, con solo contemplar cualesquiera
de los tipos de paisaje ante los que nos encontremos, somos capaces de percibir
visualmente prácticamente todas y cada una de sus cualidades, el estado de
conservación o las distintas problemáticas o vicisitudes que suceden en ese
lugar específico. Sea un complejo industrial poblado de altos hornos, un
vertedero, la Necrópolis de Atenas, o las vistas desde la cima de la montaña de
todo el valle que se encuentra sus pies, la mera contemplación de cualquiera de
estos escenarios nos sirve para entender la historia, la forma de vida, el
patrimonio natural o el modelo de desarrollo económico de sus pobladores.
Por ello, por formar el paisaje una característica de las
identidades e idiosincrasias de los diferentes pueblos, ha sido reconocido como
un valor patrimonial susceptible de protección por
varios organismos internacionales, como la UNESCO (en Convención para la
Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural), el Consejo de Europa
(Convenio Europeo del Paisaje) o, incluso, a nivel nacional, existen países en
los que se ha dotado de protección constitucional, como es el caso de Costa
Rica, que reconoce en el artículo 89 de su Constitución que, “entre los fines culturales de la República están: proteger las
bellezas naturales, conservar y desarrollar el patrimonio histórico y artístico
de la Nación y apoyar la iniciativa privada para el progreso científico y
artístico” . De igual modo, el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos, en su sentencia Coster y otros contra el Reino Unido, del 18 de enero
de 2001, sentó un precedente, al considerar en su fallo, que el paisaje es un “interés
jurídico colectivo” que, en determinados casos, puede suponer
también, la limitación de otros derechos o intereses particulares.
De esta forma, parece ya del todo evidente que el paisaje
constituye, por sí mismo, un elemento de gran valor que, no solo forma parte
del patrimonio natural y cultural de los pueblos, sino que, como hemos visto,
goza incluso de una protección jurídica y, volviendo al tema que nos ocupa, parece
también que, en este sentido, pueda entrar en conflicto directo con
determinadas políticas medioambientales y, así, por ejemplo, la instalación de
un parque eólico o solar de grandes dimensiones, o de una central
hidroeléctrica, aunque tengan como fin la obtención de fuentes de energía que
supongan una alternativa más sostenible en comparación con el petróleo o el gas
natural, desde un punto de vista paisajístico, no creo que generen, hoy por
hoy, un impacto menor del que generan un campo petrolífero o a un gaseoducto,
que, por otra parte, y esto como mera apreciación personal, en gran medida es
un reto al que también ha de hacer frente la sostenibilidad.
Las fuentes de energía renovables nos ofrecen una ventaja
indiscutible con respecto a las fuentes de energía no renovables en tanto que
las primeras no dependen de unos recursos finitos (bueno, tampoco es del todo
cierto) para generar electricidad, a diferencia de las segundas, pero el
impacto visual y medioambiental que generan sobre el terreno en el que se
instalan y sobre el paisaje al que afectan, no es, en la mayoría de los casos,
menor, y la instalación de más y más paneles solares o aerogeneradores, como
defienden muchas instituciones y grandes compañías energéticas, nos pueden
ayudar a ser energéticamente autosuficientes, lo cual, sin duda, es política y
económicamente una clarísima ventaja, pero será a causa de destruir entornos
que, en mayor o menor medida, tienen un importante valor paisajístico para las
comunidades que viven en esos territorios, un valor paisajístico que, además,
también es, en muchos casos, una fuente de ingresos para los habitantes de esas
zonas. Este tipo de impacto sobre el paisaje se ha venido a denominar como “contaminación visual”, y, sin duda, cualquiera que
haya recorrido nuestras carreteras seguro que ha experimentado este fenómeno
cuando, incluso a decenas de kilómetros de distancia, un paisaje infinito, que
se extiende por el horizonte, de repente se ve interrumpido por un gran bosque
de aerogeneradores que “estropean” la vista y deslucen la armonía del entorno.
Es cierto que existen propuestas y que se están estudiando
alternativas que podrían minimizar enormemente este impacto, como podría ser la
instalación de placas solares en los nuevos edificios en lugar de en entornos
naturales, pero, hoy por hoy, no es una opción del todo realista y, además,
enlazando ya con la segunda cuestión de este punto, recordemos, la relacionada
con el impacto medioambiental,
también se ha demostrado que una mala localización de, por ejemplo, justamente
paneles fotovoltaicos, puede tener efectos nocivos en los ecosistemas y el
medio ambiente.
Cuenta de ello da, entre otras, una reciente investigación
publicada en la revista científica “Proceedings
of the National Academy of Sciences of the United States” (PNAS) y
conducida por investigadores de la Universidad de California-Riverside, en la
que, tras analizar el estado de los paneles solares instalados en este estado
norteamericano, llegaron a la conclusión de que la mayoría de estos paneles (un
total de 375 km2) están situados en ambientes naturales, terrenos de cultivo o
pastos, lo que, en palabras de Rebeca R. Hernández, una de las investigadoras
del proyecto, significa que “el desarrollo de plantas solares es un motor para el cambio en la
cobertura y en el uso del suelo, que son en sí mismos fuente de gases de efecto
invernadero”[1]. El mismo estudio reconoce que especies
animales, como la tortuga del desierto, se han visto tremendamente afectadas.
Los investigadores que realizaron este estudio dieron también un toque de
atención a las grandes empresas energéticas a las que el Gobierno de California
les otorgaba la licencia para instalar y explotar dichos parques solares, a las
que instan a hacer frente a la realidad y les recuerdan “la necesidad
de cumplir con una costosa, ardua y compleja mitigación de impactos ambientales”.
Otro ejemplo, en la misma línea, de estos efectos negativos
sobre el medio ambiente que generan las energías renovables, lo encontramos en
el impacto que los aerogeneradores de energía eólica tienen sobre la fauna,
especialmente sobre las aves y, en este caso, numerosos estudios al respecto se
pueden encontrar en nuestro país. La Sociedad Española de Ornitología
(SEO/BirdLife), una de las oenegés medioambientales más prestigiosas de nuestro
país, publicó en el año 2015 un estudio en el que “se estima
entre 6 y 18 millones de aves y murciélagos muertos en los 17.780 aerogeneradores
instalados en España”[2],
con una especial incidencia en especies y ecosistemas vulnerables, como al
buitre leonado o el águila real, en lo que respecta a las especies, o al
Estrecho de Gibraltar, principal ruta migratoria de las aves que cruzan de
Europa a África y viceversa, en cuanto a territorio se refiere. Estas
estimaciones contradicen los datos oficiales presentados por las principales
compañías encargadas de la explotación de dichos aerogeneradores, que afirman
que la tasa de mortalidad de las aves provocadas por estas infraestructuras, es
baja.
Si bien es cierto que actualmente se están estudiando algunas
medidas para minimizar este impacto sobre la avifauna, como la implantación de
modelos de aerogeneradores sin hélices, una postura defendida por la propia
SEO/BirdLife y en la que, según parece, se está avanzando progresivamente. No
obstante, no es menos cierto que este es solo uno de los problemas que
plantean. La energía que se obtiene, tanto a través de las placas solares como
de los aerogeneradores es más limpia y es renovable, cierto, pero, ¿acaso nadie
se ha preguntado por los medios que se utilizan para obtenerla?, ¿cómo de
sostenibles son, en realidad, dichas infraestructuras? Antes de que un
aerogenerador se ponga a producir energía, ha tenido que pasar por un proceso
de fabricación, transporte y ensamblaje, lo que irremediablemente lleva consigo
procesos de transformación industrial de recursos, generación de emisiones e,
incluso, irónicamente, la utilización de las mismas fuentes de energía a las
que los aerogeneradores pretenden sustituir. Además, el ciclo de vida de un
aerogenerador, hoy por hoy, tampoco es infinito y, si no ocurre ninguna
incidencia durante este periodo, a los 20 años en necesario repetir el proceso
de fabricación con la mayoría de sus componentes y, a excepción de la torre de
acero, que sí puede reutilizarse, el resto de los viejos componentes acaban
siendo depositados en un vertedero, exactamente igual que cualquier otro
producto no sostenible y no inspirado en los principios de la economía circular
(no deja de ser irónico que las energías renovables dependan de recursos no
renovables).
Las palas se fabrican con materiales altamente contaminantes y
procesos nada sostenibles (fibra de vidrio, resinas epoxi, fibra de carbono
etc. que son mezclados sintéticamente), y, según expertos como el ingeniero e
investigador de la Universidad de La Rioja, Eduardo Martínez Cámara, si, por
ejemplo, durante esos 20 años de vida se estropea el rotor completo
de uno de estos aerogeneradores, se requiere “volver a
fabricar tres palas, volver a montarlas en el aerogenerador y enviar al
vertedero las viejas”, quien, a su vez, estima que, de poder
reciclarse dicho componente se “reduciría el
impacto global del aerogenerador en un 6%”, lo que, a priori, no es
demasiado pero aplicado a cada uno de los componentes podría suponer una
reducción significativa[3].
Algo similar a lo que ocurre en los aerogeneradores, ocurre con
los paneles fotovoltaicos, que, además de estar fabricados por una alta gama de
compuestos y medios dudosamente sostenibles (ácidos / bases, gases elementales,
agentes grabadores, dopantes, productos químicos fotolitográficos…),
organizaciones como Silicon
Valley Toxic Coalition (SVTC), un grupo de investigación que
promueve prácticas ambientales seguras en el sector de las tecnologías, llevan
varios años alertando sobre el peligro de los residuos de los paneles
fotovoltaicos, afirmando que “los paneles
solares fotovoltaicos más utilizados se basan en materiales y procesos de la
industria de la microelectrónica y tienen el potencial de crear una nueva ola
enorme de desechos electrónicos al final de su vida útil, que se estima en 20 a
25 años. Las tecnologías están aumentando la eficiencia celular y reduciendo
los costos, pero muchas de ellas utilizan materiales o materiales
extremadamente tóxicos, con riesgos
desconocidos para la salud y el medio ambiente (incluidos
nuevos nanomateriales y procesos).”[4]
Los ejemplos continúan con otros sectores, como es el de los
vehículos eléctricos, y, así, desde países altamente comprometidos con la
sostenibilidad, como son Suecia y Noruega, nos llegan informaciones no tan
alentadoras acerca de la fabricación de los vehículos eléctricos. Por ejemplo,
el Instituto Sueco de Investigación Medioambiental en colaboración con la
Agencia Sueca de Energía, en un reciente informe[5], resalta como “según nuevos
cálculos, la producción
de baterías de iones de litio en promedio emite entre 61-106 kilos de dióxido
de carbono equivalentes por kilovatio-hora de capacidad de batería producida” y, punto interesante, en tanto que enlaza con otro tema que se
tratará posteriormente, dicho informe también incide en el impacto social y
medioambiental que los minerales que se utilizan para la fabricación de
las baterías de litio (a saber: litio, cobalto, níquel y manganeso) genera
sobre ciertas comunidades.
Por otra parte, otro
informe publicado en el Journal of Industrial Ecology, dirigido por
investigadores de la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología[6], afirma que, si bien los vehículos eléctricos ofrecen “entre un
10% y un 24% de disminución en el potencial del cambio climático”, pero también
“exhiben el potencial para aumentos significativos en la toxicidad humana, la ecotoxicidad
del agua dulce, la eutrofización del agua dulce y los impactos de agotamiento
de metales, que emanan en gran
medida de la cadena de suministro de vehículos”, lo que, en conclusión, puede llegar a tener más efectos
medioambientales adversos que la producción de vehículo convencionales.
De igual manera, lo que se aplica para las nuevas fuentes de
energía o los nuevos modelos de transporte, también puede extrapolarse, en
cierta medida, a los productos “sostenibles” o “ecológicos” que nos venden
ciertas compañías. Este es, por ejemplo, el caso de las bolsas biodegradables
que tanto se nos presentan como alternativa a las bolsas de plástico. Tal y
como recientemente se publicó en un estudio en la Revista Environment, Science and Tecnology[7],
los diferentes experimentos realizados por investigadores de la Universidad de
Plymouth, han demostrado que estas bolsas no son tan biodegradables como se nos
dice. Para comprobar si de verdad cumplían con estas características, los
investigadores expusieron a diferentes tipos de bolsas biodegradables a
diversos entornos (enterrándolas bajo tierra, sometiéndolas a la acción del
aire o sumergiéndolas en el agua), y el resultado mostró que, varios meses o,
incluso, años después, las bolsas biodegradables, incluyendo las que
supuestamente eran compostables, permanecían prácticamente intactas y eran
capaces de soportar varios kilos de peso, por lo que el científico que lideró
la investigación llega a afirmar que “no está claro
que las fórmulas oxo-biodegradables o biodegradables ofrezcan tasas de
deterioro suficientemente avanzadas como para ser ventajosas en lo que respecta
a la reducción de basura marina comparación con las bolsas convencionales”.
Que estas bolsas son reutilizables y que eso es una gran ventaja con
respecto a las bolsas de un solo uso, es una ventaja, sin duda, y desde ese
punto de vista son más sostenibles, pero el estudio es una prueba de que su
naturaleza biodegradable es cuestionable, y que sus cualidades se venden a los
consumidores de manera engañosa.
Por último, quería comentar el caso de la industria textil,
puesto que está ahora mismo en el ojo del huracán al ser la responsable de
producir el 20% de las aguas residuales y de generar el 10% de las emisiones
globales de dióxido de carbono (más que todos los vuelos internacionales y los
barcos de mercancías)[8].
De esta forma, las grandes empresas textiles se han subido a la ola de la
sostenibilidad y se han comprometido a reducir el impacto en sus fábricas, así
como también están comenzando a vender prendas aparentemente más respetuosas
con el medio ambiente, utilizando para ello “fibras sostenibles”, como el
algodón ecológico. No obstante, según expertos como Michael Stanley-Jones,
co-secretario de la Alianza de las Naciones Unidas para la Moda Sostenible, “la promesa de usar solamente fibras sostenibles merece ser
celebrada, pero todavía no he visto en la
prensa qué significa esto exactamente y qué se puede considerar como fibra sostenible […] Hay
muchos debates alrededor de las fibras y su huella de carbón y demanda de
materiales. Por ejemplo, muchos de los que abogan por la moda verde han
estado promocionando el bio-algodón… pero este
también requiere una gran cantidad de agua para su producción”[9].
Además, a día de hoy, aunque existen interesantes alternativas, no es posible
teñir ningún tejido, sea sostenible o no, a mediana-gran escala, y de nada
sirve emplear algodón ecológico si después se le añaden los colorantes, sales,
alcalinos, metales pesados y químicos (en la mayoría de los casos prohibidos en
Europa por sus efectos dañinos para la salud y el medio ambiente, pero como las
principales empresas tienen su producción deslocalizada, es bastante
irrelevante, pues los acaban importando con la ropa). Para teñir las prendas,
además, se produce cada año el desperdicio de miles de billones de litros de
agua, agua que está contaminada por los tóxicos antes mencionados y que acaba
siendo vertida ilegalmente en ríos, lagos, pozos, etc.
Se estima que la demanda de moda sostenible que utilice este
tipo de fibras se incremente en los próximos años, y que las empresas empiecen
a aplicar estándares de producción más sostenibles es una realidad que se está
produciendo, pero, aun así, como todos los expertos coinciden, la ropa más
sostenible es la que ya existe, la que ya ha sido fabricada y en circulación en
el mercado, que se puede reutilizar y revender durante un número limitado pero
considerable de veces. A escala local se puede fabricar ropa que utilice
fibras sostenibles y que reduzca enormemente el impacto ambiental, pero ninguna
de las grandes empresas, por mucho que quieran vender su compromiso con la
sostenibilidad, va a ser capaz, ni en el corto, ni en el medio plazo, de
fabricar ropa sostenible en las mismas cantidades en las que producen ahora.
Mientras se siga fabricando ropa nueva a gran escala, se seguirá generando un
grandísimo impacto medioambiental, y ninguna empresa textil va a reconocer esa
realidad nunca, porque supone atentar contra su propio negocio.
Para ser justos, es necesario incidir en que, en ninguno de los
casos anteriores, los informes de los expertos señalan que se deban abandonar
estas nuevas fuentes de energía o estas nuevas metodologías, sino, muy al
contrario, apelan por que se siga
desarrollando la investigación para continuar avanzando y mejorando todas estas
nuevas técnicas (como podría ser la economía circular en
la medida en que sea posible); es más, los propios informes también plantean
soluciones o recomendaciones para tratar de lograr estas mejoras, pero es obvio
que exponen con total claridad que el camino de la sostenibilidad no es tan
sencillo, absoluto y eficaz como la mayoría de medios de comunicación o grandes
compañías defienden, y reflejan los límites que, a día de hoy, la ciencia no ha
sido capaz de superar, por lo que, a la vista de estos datos, deberíamos mostrarnos
más cautelosos y no afirmar tan categóricamente que tenemos que cambiar el
rumbo inmediatamente, de manera radical y dejando atrás todas nuestras
prácticas tradicionales porque, como hemos visto, puede llegar a ser incluso
contraproducente.
Vamos por buen camino, pero ni mucho menos hemos llegado al
final y, aun a día de hoy, seguimos dependiendo de unos recursos finitos no
renovables y de unos procesos industriales tradicionales y altamente
contaminantes para poder desarrollar todas estas fuentes alternativas de
energía, o los productos que consumimos, además, aunque ciertos impactos sobre
el medio ambiente se hayan mitigado, se han creado otros nuevos y tampoco
se ha resuelto el impacto paisajístico que las nuevas infraestructuras y
explotaciones tienen sobre el entorno. Estoy seguro de que a medida que se siga
avanzando en el estudio de la sostenibilidad, que las ideas de la economía
circular vayan ganando terreno y que los investigadores sigan descubriendo
nuevos procesos y materiales, poco a poco, se irán mitigando más estos
problemas, pero cabe la posibilidad de que no podamos erradicarlos todos, o de
que siempre exista algún conflicto entre ambas realidades, por lo que no nos
quede más remedio que elegir entre una u otra, según a lo que estemos dispuestos
a renunciar.
- Impacto
negativo de las políticas sostenibles en determinadas sociedades,
comunidades y personas:
La política de sostenibilidad que no tenga en cuenta a las
comunidades y a las personas no podrá ser nunca considerada como tal, por ello,
aunque quizás el impacto que puedan generar estas políticas sobre cuestiones
como los Derechos Humanos o los valores sociales o culturales de determinadas
personas sea más indirecto y colateral que en los casos anteriores, he
decidido que debía incluirlo como argumento.
Como se ha visto en los puntos anteriores, para fabricar estos
productos sostenibles, o para generar las nuevas fuentes de energía renovables,
seguimos teniendo dependencias de materias primas y de recursos que, ni son
renovables, ni ofrecen una total garantía de sostenibilidad. De entre todos
estos materiales y, en el caso que nos ocupa, los primeros que voy a mencionar,
son los minerales, porque, al fin y al cabo, ya sea para hacer que las placas
solares funcionen, que los vehículos eléctricos arranquen o que se puedan
ensamblar industrialmente los componentes de cualquier producto, de estas materias
primas dependen casi todas (sino todas) las industrias, sostenibles o no.
Supongo que no es ningún secreto para nadie que ciertos
minerales son recursos muy valiosos y, también, muy disputados y, si
medioambiental y paisajísticamente la extracción de estas materias primas
plantea problemas evidentes (las minas son lo que son), no son menos los
riesgos y los perjuicios que pueden llegar a ocasionar y ocasionan sobre
comunidades y países enteros. Silicio, hierro, cobre, plomo, litio, níquel,
sodio y zinc son los nombres de los principales minerales que se utilizan en la
mayoría de las industrias, minerales que, como hemos visto, se someten a
procesos industriales que no son precisamente sostenibles, para dar como
resultado todo tipo de aplicaciones que, finalmente, se convierten en baterías
eléctricas, paneles fotovoltaicos o aerogeneradores, entre otros. Hasta ahí, el
problema que plantean es evidente, pero, desgraciadamente, no es el único. No
creo que nadie se sorprenda si digo que existe otro problema, otra gran huella
que generan estas necesidades extractivas, esta vez, directamente sobre los
derechos laborales, culturales, políticos y sociales de cientos de miles de
personas que, alrededor de todo el mundo, se dedican a la obtención de estos
minerales.
Un triste y paradigmático caso es el que ocurre en la República
Democrática del Congo (RDC), un país de inmensísima riqueza natural y
biodiversidad, pero que lleva sufriendo un conflicto tras otro desde hace
décadas, y que, en parte, han sido alimentados por sus vastos recursos
naturales, siendo un ejemplo paradigmático de lo que se conoce como la paradoja
de la abundancia. Un país rebosante de riqueza natural, pero también de pobreza
material y estructural.
El Corazón de las Tinieblas descrito por Joseph Conrad en el
ocaso del siglo XIX, poco ha cambiado desde entonces y, ahora, en el siglo XXI,
su latido se hace imprescindible para que toda la revolución tecnológica
siga con vida, aunque, desgraciadamente, para el pueblo congoleño, esto
signifique muerte, corrupción y explotación. La abundancia de estos “minerales
de sangre” (estaño, tungsteno, tantalio y oro) y especialmente, de las tres Ts (todos los anteriores, menos el
oro, conocidos así por sus siglas en inglés), que son imprescindibles para el funcionamiento de los aparatos
electrónicos, junto con el cobalto (cuyas
reservas en la RDC suponen alrededor del 50% del total a nivel mundial), un
mineral indispensable para la fabricación de las baterías de los coches
eléctricos, han desencadenado en la RDC conflictos como la “Guerra Mundial
Africana” (Segunda Guerra del Congo o Guerra del Coltán), que se cobró 4
millones de vidas humanas y en la que las distintas potencias y facciones
implicadas, utilizaron varias excusas como pretexto para poder hacerse con el
control de los recursos minerales del país. Aun a día de hoy el conflicto,
aunque más relajado, prosigue, y en determinadas partes del país, especialmente
en el este y sureste, las violaciones, la explotación laboral e infantil, la
muerte y la pobreza siguen siendo la orden del día, y todo, porque en ellas se
encuentran la mayoría de las minas que abastecen al mundo de estos minerales;
todo para que en el resto del mundo podamos tener un ordenador, un teléfono
móvil o un vehículo eléctrico. Es este último, más concretamente, el que nos
atañe en este apartado.
Como en el pasado, las ganancias obtenidas de las riquezas
naturales del Congo van a parar, en su inmensa mayoría, al extranjero. Empresas
tecnológicas de todo el mundo necesitan de estos minerales, y eso hace que
potencias muy poderosas y sin ningún pudor por el respeto a los Derechos
Humanos, como China, se hayan lanzado a la conquista de, en este caso, el
cobalto. Controlar el cobalto es, hoy en
día, como controlar todas las plantas petrolíferas de Oriente Medio.
La demanda de vehículos eléctricos no para de crecer cada año, y, mientras eso
ocurre, China, por medio de empresas como la Contemporary
Amperex Technology (CATL), el fabricante de células de
batería más grande del mundo para vehículos eléctricos, o la procesadora Huayou Cobalt, se han hecho con el control casi
absoluto, directa o indirectamente, de más del 50% de la producción mundial de
cobalto[10].
Se ha demostrado que al menos un tercio de la producción total
del país procede de explotaciones ilegales, controladas por grupos rebeldes,
guerrilleros o, incluso, por los propios militares y terratenientes auspiciados
por el Gobierno, y está también comprobado que China tiene participación
directa en más de la mitad de las principales compañías que extraen cobalto del
país. En el año 2018 el 72% del total del cobalto extraído a nivel mundial
provino de la RDC y el 66% fue refinado por China[11].
El precio de cobalto se ha incrementado en dos años en un 270%, y, aunque en
RDC es el estado quien pretende nacionalizar todas las concesiones, es incapaz
de cobrar impuestos sobre esos minerales, siendo el recurso a la guerra un
negocio rentable para “los
compradores, para los países donantes de soldados, para las misiones de Cascos
Azules (que acaban recibiendo cuatro veces más que lo que cuesta el despliegue
militar) y hasta para las ONG, que encuentran en estas zonas los conflictos
necesarios para que el dinero en ayuda humanitaria no pare de fluir”[12].
Con todos estos datos, no hace falta ser demasiado aventurado
como para pensar que buena parte de ese cobalto, que en demasiadas ocasiones es
obtenido por mujeres, hombres y niños esclavizados, que incluso acaban
padeciendo sepultados en las minas o por las duras condiciones de vida, no haya
acabado en muchas de esas baterías eléctricas, y, por tanto, en alguno de los
vehículos eléctricos que vemos en nuestras ciudades. De hecho, Amnistía
Internacional ha reportado estos casos de abusos, muerte y explotación infantil
y ha puesto de manifiesto como las principales compañías del sector están
fallando en la aplicación de los estándares internacionales de diligencia
debida, como los contenidos en los Principios Rectores sobre las Empresas y los
Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que instan a las empresas a “identificar, prevenir, mitigar y reportar cómo abordan sus
impactos en los derechos humanos”. En el mismo informe donde
atestigua esas violaciones, reconoce que compañías que operan en el país, como Congo Dongfang Mining International (CDM), una de las
empresas procesadoras y exportadoras más importantes del país, compra a
comerciantes independientes la mercancía que, a su vez, obtienen comprando en
todo tipo de minas, legales o ilegales. La CDM es una empresa 100% subsidiada
por la china Huayou Cobalt Company Ltd (Huayou
Cobalt), que tiene entre sus principales clientes a Apple Inc., Dell, o a las
automovilísticas Daimler AG y Volkswagen, entre otros.[13]
Aunque las medidas para mejorar la situación se están empezando
a implementar, todavía es pronto para saber si cumplirán o no con su
cometido. La realidad es que, a día de hoy, los aproximadamente 40.000 niños
que estima UNICEF que trabajan en las minas de la RDC, siguen pereciendo por
culpa de la explotación a la que se ven sometidos. Tal es el caso que,
recientemente, en diciembre de 2019, catorce familias de niños que murieron o
fueron mutilados como resultado del colapso en varias minas de cobalto en las
que se encontraban trabajando de manera ilegal y a cambio de un mísero salario,
llevaron ante la justicia de Estados Unidos a gigantes norteamericanos de la
tecnología (Google, Apple, Tesla, Dell y Microsoft), compañías a las que acusan
de ser cómplices de los hechos.
Según la demanda presentada por International
Rights Advocates quien se encarga de representar a las
familias, una parte de los menores estaba trabajando para minas propiedad
de la empresa británica Glencore, y el cobalto que se obtenía de ellas era
después vendido a Umicore, un intermediario con sede en Bruselas que es quien
vendía finalmente el mineral procesado a Apple, Google, Tesla, Microsoft y
Dell. Otros menores trabajaban en las minas propiedad de la empresa china
Zhejiang Huayou Cobalt (a la que ya conocemos), suministradora de Apple, Dell y
Microsoft[14]
Es cierto, como ya he comentado, que se están haciendo esfuerzos
para realizar un seguimiento de toda la cadena de suministro y garantizar que
las empresas no contribuyan a que se produzcan estas flagrantes violaciones de
los Derechos Humanos en las minas de la RDC. Así, por ejemplo, se han creado
instrumentos como Regional
Certification Mechanism (RCM) en el marco de la Iniciativa
Regional para luchar contra la explotación ilegal de recursos naturales
(RINR), de la Conferencia internacional sobre la región de los Grandes Lagos
(ICGLR), una organización internacional africana que agrupa a doce países de
dicha región, entre ellos a la RDC. Esta certificación es una herramienta que
pretende “ofrecer cadenas de suministro sostenibles y libres de conflicto en
y entre los miembros de la ICGLR, con el objetivo de eliminar los canals de
financiación que apoyen a los grupos armados que sostienen o prolongan el
conflicto”. Igualmente, la Unión Europea, en el año 2017 adoptó
un Reglamento sobre los minerales de zonas de conflicto (Conflict Minerals Regulation),
que entrará en vigor en enero de 2021 y que tiene como objetivos “garantizar que los importadores europeos de 3TG (estaño,
tungsteno, tantalio y oro) cumplan las normas internacionales responsables de
abastecimiento establecidas por la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico (OCDE); garantizar
que las fundiciones y refinerías de 3TG de todo el mundo se abastezcan con
responsabilidad; contribuir a romper el vínculo entre conflicto y explotación
ilegal de minerales; y ayudar a acabar con la explotación y los abusos contra
las comunidades locales, incluidas las personas que trabajan en las minas, y
fomentar el desarrollo local”[15],
que aplicará para las importaciones que provengan de todos los países del
mundo, no solo de la RDC y países vecinos.
Experiencias similares anteriores, como el Proceso Kimberly para
tratar de acabar con los conocidos “diamantes de sangre” que avivaron las cruentas
guerras en Sierra Leona y Liberia, las restricciones que se impusieron a las
importaciones del cacao, que sirvió como combustible y financiación de las dos
guerras civiles en Costa de Marfil, o las que se impusieron en 1992 por parte
de la ONU, a la madera que provenía de Camboya y financiaba al régimen de los
Jémeres Rojos, demuestran que se puede conseguir, sino eliminar por completo
este tipo de situaciones, al menos, sí evitarlas en gran medida.
Esos procesos, básicamente, consisten en la prohibición de la
importación de todas las materias primas sobre las que no pueda demostrarse que
en toda su cadena de suministro no se haya producido ningún hecho ilícito o que
haya servido para financiar conflictos armados. La diferencia en este caso, es
que, tras los conflictos en esos países, las instituciones eran, en general,
fuertes (como especialmente sucedió en Liberia durante el gobierno reformista
de Ellen Johnson-Sirleaf), o al menos, siguen teniendo la suficiente capacidad
como para ejercer el control de las explotaciones de los recursos en las zonas
de conflicto, algo que, hoy día, parece una utopía en la RDC. Además,
prácticamente el 100% de la explotación del cobalto está, directa o
indirectamente en manos de China y más del 60% de las exportaciones de los
últimos años han salido de la RDC, por lo que prohibir las importaciones de
cobalto, para los países occidentales sería, prácticamente, quedarse sin
suministros de cobalto y, teniendo en cuenta al ritmo al que crece la demanda
de este nuevo petróleo para la fabricación de este tipo de vehículos, es algo
que no se va a producir. Por ello las
iniciativas se basan en compromisos (trabajar para lograr
garantizar que no se produzca ninguna violación de los DDHH a lo largo de toda
la cadena de suministro) en lugar de
en acciones (prohibir las importaciones. Hoy por hoy, el
destino de un niño que trabaja en una mina ilegal de cobalto en la República
Democrática del Congo, y el próximo vehículo eléctrico que nos vendan como “el
futuro de la sostenibilidad” están triste e irremediablemente unidos.
Me he explayado demasiado en la situación que se vive en la RCD
porque quizás sea la más significativa para el caso que nos ocupa, pero,
desafortunadamente no es el mismo, y podríamos seguir con ejemplos que suceden
en Asia con los trabajadores de la industria textil, a los que, fabriquen o no
ropa con fibras sostenibles, se les sigue sin tener en cuenta a la hora de
negociar sus condiciones laborales o los ingresos, como demostró el informe que
la asociación IndustriALL Global Union presentó
ante el Comité de Auditoría Ambiental del Parlamento del Reino Unido, que puso
de manifiesto el “fracaso de la Responsabilidad
Social Corporativa”[16].
Asimismo, cualquier otro recurso que pueda ser susceptible de ser utilizado por
las nuevas industrias sostenibles, como la madera, los productos agrícolas,
materiales reciclados etc. corre el riesgo, especialmente si proviene de zonas
sensibles o conflictivas, de generar un impacto negativo sobre la vida y los
derechos de muchas personas, porque, si se pierde el control de la cadena de
suministro en algún momento, puede que detrás haya una historia de abusos, de
corrupción, de financiación a grupos terroristas o armados, explotación laboral
o asuntos de cualquier otra índole. La sostenibilidad no consiste solo en
ofrecer bienes y servicios que sean más respetuosos con el medio ambiente, si
el factor humano se ignora o se pasa por alto, por mucho que nos presente como
una alternativa, seguirá generando nuevas inquietudes, dudas y problemas que
tendrán que ser igualmente analizados.
- Conclusiones:
Está claro que existe una voluntad manifiesta de avanzar hacia
un mundo más sostenible, tanto a nivel social, como institucional, y es que,
tanto para los escépticos de fenómenos como el cambio climático, como para los
que están convencidos de ello, está claro que están sucediendo cosas que
resulta imposible negar, como la contaminación de ríos y océanos, la crisis de
abastecimiento de recursos que se avecina ante el rápido aumento de la
población mundial, o el derretimiento de los polos, sea por la razón que sea
(cuestión que se debería dejar única y exclusivamente al estudio y a la opinión
de los científicos). No obstante, también es evidente que nos quedan muchas
preguntas por responder y que, en no pocas ocasiones, cuando las respuestas que
se obtienen entran en conflicto con determinados intereses o discursos, se
tratan de maquillar, esconder o negar.
Como hemos visto en los diferentes casos, en ocasiones, detrás
de unas aparentemente buenas intenciones (que no niego que las haya), a veces
se encuentran también otro tipo de intereses. Así, por ejemplo, del estudio de
los paneles fotovoltaicos de California se desprende que los expertos mostraban
su preocupación al percatarse de que, en la mayoría de las veces, se pasaban
por alto los impactos medioambientales que estas infraestructuras podían generar.
Las compañías se apresuraban a construir las instalaciones para poder comenzar
cuanto antes con la explotación, mientras que los políticos se colgaban las
medallas por estar logrando cambiar el modelo energético tradicional por uno
más sostenible. El objetivo de ofrecer “energía limpia” como alternativa, no
dejaba de ser una forma de conseguir réditos políticos y económicos, aunque
ello fuese a costa de destruir hábitats y entornos de gran valor natural y
paisajístico.
El caso de las compañías automovilísticas que nos ofrecen una
alternativa supuestamente sostenible a la movilidad tradicional también
ignora, en muchos casos, el hecho de que la comunidad científica ha advertido
en más de una ocasión que la fabricación de las baterías de litio puede llegar
a ser mucho más contaminante que las emisiones generadas por los vehículos de
motor diésel o gasolina, e, incluso, se teme que puedan llegar a afectar a la
salud humana. También se ha estado tratando de pasar por alto el hecho de que,
para la obtención de los minerales que necesitan para la fabricación de esas
baterías, se han producido abusos, esclavitud y explotación infantil en un
remoto lugar del Planeta. Los políticos y las compañías automovilísticas se
jactan de estar contribuyendo a “renovar el parque automovilístico” y a lograr
“un mundo más sostenible”, pero esa es solo la punta del iceberg y debajo se
esconden verdades incómodas.
Vivimos en un mundo globalizado, en el que resulta prácticamente
imposible realizar el seguimiento de absolutamente toda la cadena de suministro
y producción para comprobar que el 100% de los componentes y de los procesos
que han dado como resultado un determinado producto final son realmente
sostenibles. A pequeña escala, el lema “100% sostenible”, aunque también complicado,
es más factible, pero a niveles globales, a pesar de los esfuerzos y los
avances legislativos y normativos que se han hecho para tratar de homogeneizar
y fomentar prácticas y políticas sostenibles, las barreras son todavía
significativas, por lo que debemos ser escépticos a la hora de aceptar la
información que nos están ofreciendo como verdadera, no porque esa información
sea totalmente falsa, sino porque posiblemente no esté reflejando toda la
realidad.
Por eso, creo que necesitamos ser, simplemente, realistas. No
debemos sentirnos culpables por no poder adquirir el producto más sostenible
del mercado, ni les podemos exigir a las empresas que cambien sus
políticas de la noche a la mañana (de lo contrario, para no caer en la
hipocresía, deberíamos también nosotros dejar de usar inmediatamente nuestros
teléfonos, ordenadores, tablets, automóviles, la ropa que vestimos…). Sí
podemos exigirles que hagan todo cuanto sea necesario para lograrlo y que
utilicen cuantos medios les sean posibles para garantizar que el impacto
negativo medioambiental y social que generen sea el menor posible (y, por
supuesto, si esos mecanismos existen y no han actuado con la diligencia debida,
tenemos el derecho a exigirles responsabilidad), pero simple y tristemente, la
meta se antoja todavía lejana y sigue habiendo cosas que se nos escapan, que
están fuera de nuestro alcance y que, por mucho que exista una intención, los
medios para lograrla son todavía escasos o inexistentes, por ello, aunque
debemos exigir que se nos muestre la verdad tal y como es, en contrapartida,
también creo que tenemos el deber de actuar con prudencia, sensatez y no
tratando de precipitar las cosas.
El mundo es un lugar demasiado complejo como para caer en
reduccionismos y en absolutismos, y es frecuente que el resultado de adoptar
determinadas medidas o de tomar ciertas decisiones lleve aparejado
consecuencias que, aunque no deseamos, no podemos evitar -o, al menos, no hasta
que hallemos las fórmulas que nos permitan resolver eficazmente esos nuevos
retos-. Para lograr sobreponerse a esas adversidades, sí que creo que es
necesario que tanto consumidores y usuarios, como productores, prestadores de
servicios, medios de comunicación, investigadores, instituciones y
administraciones seamos capaces de juzgar con espíritu crítico la
realidad en la que nos ha tocado vivir y de reconocer que existen ciertos
límites que siguen impidiendo que nos podamos desarrollar todo lo
sosteniblemente que nos gustaría. Pero hasta entonces, el Planeta sigue en
órbita y girando y no podemos simplemente fustigarnos y autoflagelarnos por
estar contribuyendo indirectamente con determinadas situaciones, ni
autocompadecernos o resignarnos, asumiendo que no podemos hacer nada para
cambiar las cosas.
En cierto modo, tengo la impresión de que la sostenibilidad se
ha convertido para algunos en un negocio demasiado lucrativo, e, incluso, en
una movimiento político y social muy rentable para otros, y ciertas compañías e
instituciones se aprovechan de la buena fe de las personas para poder vender
mejor sus productos e ideas, haciéndoles pensar que solo existen el blanco o el
negro, y que las únicas opciones son o seguir siendo parte del problema o
pasarse al bando bueno y contribuir con la causa (cuando muchas veces en la
única causa en la que contribuyes es en hacer ganar más dinero a una empresa o
más votos a ese partido). Pareciera que quieren hacernos pensar que solo
existen dos bandos: el de los que luchan fervientemente por el Planeta, y
el de los conformistas o negacionistas que
se empeñan en perpetuar los modelos tradicionales e insostenibles.
Cuidado, que nadie piense que tengo nada en contra ni de unos,
ni de otros, o, al contrario, que los defienda a capa y espada, entre otras
cosas, porque ni creo en esa división, ni, como ya he comentado, considero que
las cosas se puedan simplificar en “a” o “z”. Y, vuelvo a insistir, que opine
así tampoco se debe a que piense que no existan esos retos. Lo único que quiero
es que se muestre la realidad tal y como es, con sus avances, sus retrocesos,
sus límites y sus incógnitas. Amarga, dulce o agridulce, necesitamos conocer la
realidad tal y como es con sus luces y sus sombras, sin edulcorantes ni
aditivos, porque así, y solo así, se podrán identificar estos problemas y
sentar unas sólidas bases que nos ayuden a encontrar soluciones cada vez más
efectivas. Prefiero que me muestren una verdad agridulce, a que me vendan una
mentira dulcificada. Si disponemos de toda la información, podemos tomar mejor
las decisiones de cara al futuro y de manera totalmente libre, si solo se nos
ofrece la verdad que queremos escuchar, aunque de primeras podamos pensar que
estamos actuando como se espera, puede que, en realidad, solo estemos siendo
esclavos de una mentira y, sin ninguna intención, sigamos contribuyendo a
perpetuar la misma situación contra la que queremos luchar.
Porque, so pretexto de la sostenibilidad, tampoco se puede
consentir todo, y, si en ocasiones toca reconocer la verdad aunque eso implique
reconocer que en parte estábamos equivocados, tenemos que hacerlo. Que se haya
dado con una solución a un problema determinado, es una muestra de que somos
capaces de avanzar, pero eso no implica que esa tenga que ser necesariamente la
solución definitiva, que no tenga ningún límite o que, incluso, no pueda llegar
a desencadenar otros problemas que antes no existían. Si eso ocurre, se debe
admitir. No pasa nada, es algo totalmente normal, la ciencia se basa en el
método empírico de ensayo-error, y la propia madurez, a nivel individual o como
sociedad, también la alcanzamos por medio de cometer aciertos y errores, por
eso no podemos creer en soluciones verdades y absolutas, ni distinguir tan
categóricamente entre opciones buenas o malas, todo tiene un coste de
oportunidad y toda causa tiene su efecto, para bien, y para mal.
Creo en la economía circular, creo que podemos conseguir un
mundo más sostenible, creo que se han producido avances muy importantes y creo
que existen otras maneras de hacer las cosas, pero también creo que el
fin no justifica los medios, y que valerse de la buena fe y las buenas
intenciones de la gente para obtener réditos electorales, económicos o de
cualquier otra índole, no beneficia ni a la sociedad, ni a la sostenibilidad,
ni al progreso.
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